!«S-:.»,» mmm H U ESC A Y SUS ERMITAS MONTE ARAGÓN Un bello paisaje oséense. En el fondo se divisa la silueta de Montearagón. Sobre la cumbre de elevada y solitaria colina, cuyo pie circundan próximos los ríos Flumen e Isuela, a ünos cuatro kilómetros de la ciudad, punto culminante que domina extensísima vega, teniendo al norte por cortina las azuladas sierras de Guara y Gratal, álzanse aún majestuosas en su lenta agonia e imponentes en su grandeza, las ruinas de aquel soberbio castillo que en 1085 mandara construir Sancho Ramírez, para facilitar la reconquista de la codiciada ciudad de Huesca. Esfuerzo gigantesco el que supone realizar en tal época aquella obra de titanes, rodeado de enemigos, sólo comparable a la que el mismo esforzado monarca había llevado a tabo previamente en Marcuello, Loarre y Alquézar erigidos con igual fin. Su historia, que en todo momento toca las lindes de lo legendario, es de tal brillantez, que es forzoso acudir a ella para poder formar desde el siglo xi la general del reino. Soberbio alcázar inexpugnable y lugar de oración, de entre cuyos sillares y paredones altísimos, de cuyos torreones elevados, de cuyos claustros hoy derruidos, asilo de Reyes y magnates, salían los monarcas aragoneses camino de la victoria, no regresando jamás sin ella, según cuenta el Rey D:on Pedro. Su iglesia fué de tal importancia, que no obstante su proximidad a la ciudad, se hallaba exenta de toda jurisdicción episcopal ; y de tal extensión, que con la que el monasterio regía, hubo para formar dos obispados, y a la que estaban sometidas todas las iglesias reales de Aragón y de Navarra. Establecidos los canónigos regulares de San Agustín con su Abad mitrado, de un poder omnímodo, pronto cunde el más noble entusiasmo para engrandecerlo con toda esplendidez, acumulando en él riquezas incalculables, ya en rentas, ya en obras de arte, efecto de frecuentes y valiosas donaciones, ora de Reyes o de Pontífices y de Abades. No alcanza, no, la imaginación más viva, a comprender la importancia y el prestigio que el Real Castillo de Montearagón, fortaleza poderosa y refugio de los abades más ilustres, llegó a tener en la antigüedad, entre cuyos almenados muros se decidió muchas veces la suerte del reino de Aragón, tanto en lo espiritual, fundando y dotando iglesias, como en lo temporal, fraguando batallas para arrancar villas y ciudades del poder de la morisma. Panteón de reyes que dieron su sangre en el campo de batalla, adalides de la guerra y de la fe, no hay quien pueda igualarle por su historia 'gloriosa, por su poderío y su riqueza, contándose por centenares los pueblos y términos feudatorios que bajo su báculo agrupó, y por muchos millares de ducados los que de renta anual disfrutó. Centro predilecto en que los poderosos de la época, los abades de sangre real y los mismos reyes rivalizaban a porfía por engrandecer sus altivas torres, en que tantas veces tremolaron victoriosos los pendones cristianos. En aquel monasterio, templo y castillo, todo a la vez, resumende la vida gloriosa de un pueblo, se congregaron aquellos valientes campeones de la gran conquista como mártires del cristianismo, en torno al santo ideal de la independencia, a la que consagraron sus amores hasta perder la vida. No hay iglesia ni castillo que pueda presentar un catálogo más ilustre y de mayor relieve que Montearagón, por lo que respecta a la nobleza y alto nacimiento de sus prelados, pues contó entre sus abades a cinco hijos de reyes de Aragón y otro electo; un nieto de Don Fernando el Católico ; tres cardenales y otro electo ; un arzobispo de Toledo, otro de Narbona ; tres de Zaragoza y muchos obispos y escritores que dieron prez al reino, viniendo de tan antiguo semejante prestigio, que ya en junio de 1138 dictó el Papa Inocencio III una Bula ordenando que el obispo de Huesca no pudiera ni aun molestar a los canónigos del Real Monasterio de Montearagón. Tal era la preponderancia e influencia enorme que llegó a tener, y tan soberana la jurisdicción de sus abades transmitiéndose en aumento a través de los siglos, que luego vemos en 15 19 al Emperador Carlos V y a su madre la reina Doña Juana distinguirle nuevamente con un amplísimo privilegio, confirmando en él todas la inmunidades y exenciones de que ya gozaba por concesión de sus antecesores, siendo documento muy curioso para la historia, porque cita los de Don Jaime I y Don Jaime II, haciendo especial mención de los otorgados por Alfonso IV, Pedro IV, Fernando I, expresando además la fecha de todos ellos. Felipe II y Felipe III fueron singulares protectores y bienhechores en vista de su glorioso pasado. Contaba con dos iglesias superpuestas, debiendo ser de gran mérito el retablo de la superior, de tablas pintadas, que fué, así como el altar, devorado por un incendio en septiembre de 1477. Sobre el ara existía una caja guarnecida con fuertes planchas de plata que contenía, entre otras varias, como preciadas reliquias, dos cuerpos, más el de San Victorián ; el fuego fundió las planchas, abrasó las cajas y sobre sus cenizas quedaron totalmente intactos los cuerpos ; igualmente sucedió con las tablas del retablo, excepto la central, que representaba a Jesús Nazareno juzgando al mundo. Absortos los canónigos ante tal portento, hicieron llegar al notario Real de Huesca con las autoridades de la ciudad y de los pueblos vecinos, cuando aun no se había extinguido el incendio, para que aquél testimoniase el hecho, que insertan con todo pormenor Aynsa y el Padre Huesca. Quince años más tarde, al ser nombrado abad don Alonso de Aragón, que era arzobispo de Zaragoza e hijo del Rey Fernando el Católico, dedicó sus cuantiosas rentas al decorado de la iglesia, y para sustituir el retablo incendiado mandó a sus expensas construir el soberbio retablo., de alabastro, causando asombro por la elegancia y perfección de su labor, talla finísima y del más exquisito y depurado gusto, siendo de antiguo justamente considerado como una de las mejores obras del reino. Fué hasta hace poco, atribuido a Forment, por no ser de ejecución inferior a la suya; hoy se sabe que es debida al delicado cincel de Gil Morlanes. Sufrió numerosas vicisitudes, pues fué trasladado de Montearagón a una de las capillas de la catedral oséense, hasta 1887 en que definitivamente se colocó, para admiración de todos, en lo que hoy es su parroquia. Pero las vicisitudes mayores y más accidentadas esta- 48