¿imkiláii Edita Andalán, S. A. Junta de Fundadores Miembros: Luz Abadía, Ignacio Alonso, Mariano Anos, Rafael Aranda, Bernardo Bayona, Aurelio Biarge, José A. Biescas, Gonzalo Borràs, Lola Campos, José L. Cano, Juan J. Carreras, José J. Chicón, Angel Delgado Pérez, Javier Delgado Echeverría, Plácido Diez, Antonio Embid, José L. Pandos, Eloy Fernández Clemente, Carlos Forcadell, Emilio Gastón, Mario Gaviria, Luis Germán, Ramón Górriz, Luis Granell, Enrique Grilló, Enrique Guillén, Joaquín Ibarz, José A. Labordeta, Pablo Larrañeta, José L. Lasala, Santiago Marracó, Lorenzo Martín-Retortillo, Francisco Ortega, Enrique Ortego, Francisco Polo, José L. Rodríguez, Agustín Sánchez, Juan J. Soro, Juan J. Vázquez, Angel Vicién, Luis Yrache. Director: Luis Granell Pérez Dibujos: Baiget, Iñaki, Julio, Lahuerta, Sequeiros Fotografía: Rogelio Allepuz y Raimundo Martínez Administrador: José Ignacio Alonso Larumbe Publicidad: Alfonso Clavería y José Ignacio Sanz Teléfonos (976) 39 67 19 y 39 67 36 Apartado 600 ZARAGOZA- 1 Imprime: Cometa, S. A. Carretera Castellón, km. 3,4. ZARAGOZA Depósito legal Z-558-1972 CONTROLADO POR Dimitir a destiempo El mismo día que, por primera vez, se reunía en Madrid la recién creada Comisión Delegada de Asuntos Autonómicos, dimitían en Zaragoza el presidente de la Diputación General de Aragón, Juan Antonio Bolea y otros seis parlamentarios de UCD que seguían ocupando puestos en el organismo preautonómico. No sorprende que Bolea haya dimitido, porque en su propio partido se comentaba desde hace meses el progresivo descrédito que ha acompañado a su gestión, mucho más orientada hacia el relumbrón personal que hacia el acercamiento al pueblo aragonés y sus problemas. Aunque no todas las soluciones estaban en su mano, debiera al menos haber explicado la falta de competencias de la DGA y la necesidad de superar, paso a paso, el largo camino que va desde un Estado fuertemente centralizado a otro con una estructura regional que, aun a estas alturas, resulta difícil de precisar. Pero si Bolea debía dimitir — que nosotros pensarrios que sí — , debiera haberlo hecho hace algo más de un año, cuando UCD le dejó con el culo al aire al decidir reconducir todos los procesos autonómicos entonces pendientes por la vía del artículo 143 de la Constitución... sólo dos días después de que Bolea dijese en público que Aragón era nación y que alcanzaríamos la autonomía por la vía del artículo 151. Hubiera sido una salida más airosa que la de ahora, que, además, peca de inoportuna. Aprovechar el resquicio que deja la aparición de un decreto que no obliga a ser parlamentario para ser consejero de la DGA (pero tampoco lo impide), es una muy pobre excusa si no se dan otras razones. Muchas cosas han cambiado en este país desde el 23 de febrero — y una de las que más parece que van a cambiar son precisamente las autonomías — como para dar por válidos, sin más, los argumentos de Bolea. Por otra parte, si se tiene en cuenta que el próximo día 17 hará ya tres años que se creó la DGA como órgano provisional (y la disposición transitoria 7.a de la Constitución marca precisamente este plazo como posible causa de disolución), no parece desproporcionado exigirle a Bolea y al resto de las personas que han ocupado puestos en la DGA, un balance, de la gestión realizada. El pueblo aragonés tiene derecho a saber, con datos en la mano, si se ha hecho algo serio o se ha malbaratado su dinero. Pero si el pasado de la DGA ofrece escasos motivos para recordarlo con agrado, tampoco puede caerse en el maniqueísmo de achacar todas las responsabilidades a un solo partido y menos a una sola persona. Cada cual debe aguantar la vela que le corresponda por haber contribuido a desencantar a tantos y tantos aragoneses que no hace muchos meses (recuérdese el 23 de abril de 1978) creían en la autonomía. Queremos pensar que siguen creyendo, como creemos nosotros. Y hay que reavivar esa fe, en estos precisos momentos en que se nos está intentando plantear la falsa disyuntiva de democracia o autonomía. No hace tanto tiempo que una y otra nos parecían inseparables. De entonces hasta ahora se ha producido un intento de golpe de Estado; la mejor forma de demostrar que los golpistas no han triunfado en este campo, es mantener las mismas banderas. CESPAñA) ¿arrera sih ron do D&OD£ hoheiíto!1. mà Arriesgarse por la libertad JOSE I. LACASTA ZABALZA Nadie podrá decir que, a partir de la tarde del 23 de febrero, la vida política del país no ha dado un giro de 180 grados. À pocos convencen ya los pretendidos argumentos de un Gobierno (¿nuevo?) de UCD, que pretende negar una y otra vez la espada de Damocles que sobre él pende, asegurando que el sistema político actual del país no es una democracia vigilada. Todos los antifranquistas éramos conscientes, desde 1976, de que en este país la sombra del general seguía presidiendo numerosos despachos. Del mismo modo que éramos conscientes de la fuerza que estas posiciones mantenían intacta dentro del aparato del Estado. También, a lo largo de los últimos meses, habíamos podido apreciar el profundo foso que se abría entre las fuerzas reales de este país — que nunca dejaron de ser tales — y su representación política dentro del marco de la reforma: la Unión de Centro Democrático, que había agrupado apresuradamente los más ambiguos compromisos políticos, junto a las fidelidades de última hora o las más despreciables ambiciones políticas. Demasiado contradictorio el hilo que unía las fuerzas de la derecha de siempre de este país con su representación política, amenazaba romperse en cualquier momento. Avisos no faltaron. Desde las advertencias contenidas en la* alocución real de la Nochebuenk, a la dimisión de urgencia de Adolfo Suárez — cuyas presiones todos intuimos — , o las reincidentes alusiones al ejemplar «golpe a la turca» aparecidas en destacados medios de comunicación. Así pues, francamente, el 23 de febrero la sorpresa no pasó de ser un sentimiento momentáneo. La sombra del golpe estaba a la orden del día. Y la reacción disciplinada del Parlamento (salvo cualificadas y, más o menos espontáneas, reacciones) dejaba — dolorosamente — constancia de ello. El asalto se veía seguido de la más profunda de las decepciones: al pueblo se le recomienda, como mejor defensa de las libertades, el transistor. Y, después, ha venido la resaca de aquella noche. Resulta que las libertades no las ponen en peligro quienes han venido respaldando, colaborando o participando en el intento de apTástarlas (para quienes se reserva el elegante epíteto de «irreflexivos»), sino quienes han tenido la falta de delicadeza de denunciar, por ejemplo, unas torturas que herían, ¡ay!, la sensibilidad de los torturadores; o quienes han seguido confiando en que las libertades del pueblo tenían un futuro y no un pasado a ir olvidando. Volvemos al principio; estamos en una libertad condicional — como acertadamente tituló ANDALAN — , y quien quiera sobrepasar esas condiciones es un irresponsable o un provocador. Cuando no se trata de olvidar responsabilidades, sino precisamente de defenderlas con dignidad. Si algo puede parar Tas manos golpistas de quienes están dispuestos a masacrar las libertades, es el tener que enfrentarse con una resistencia popular contraria. ¡Qué lejos queda ese razonamiento, tan lógico como históricamente implacable, de tantos y tantos miedos, de tantas vacilaciones como se vivieron — y se siguen viviendo — del lado de la izquierda mayoritaria! ¡Qué lejos las palabras de la, por tantas razones, entrañable Dolores Ibarruri: «más vale morir de pie que vivir de rodillas». Si la reforma pactada con los pingajos políticos del franquismo nos impuso tener que sobrellevar la cruz de la amenaza de vuelta atrás, seamos conscientes de ello. Y actuemos en consecuencia. La argumentación traída a cuento no resiste la más elemental lógica, «no hay que ser estrictamente vigilantes de las libertades porque eso pone en peligro la democracia», pero ¿qué democracia se puede concebir sin el más abierto desarrollo de las libertades ciudadanas, nacionales y regionales? Si algún papel hubieron de jugar siempre las instituciones representativas en los sistemas democráticos, fue el de ser la fuerza vigilante del poder ejecutivo, y — como toda fuerza — de ser una presión real sobre sus posibles extralimitaciones. Ha llovido mucho desde entonces y, tal vez, sea imposible encontrar hoy un buen ejemplo del esquema de las teorías liberales y democráticas, pero — y a pesar de la realidad — ¿qué otro objetivo puede tener quien quiera seguir considerándose un demócrata hoy día?' O, sencillamente, el fracaso de un golpe militar — y la amenaza del siguiente — ¿nos va a obligar a pactar una tregua a favor de la tortura?, ¿nos va a permitir olvidarnos de las complicidades antidemocráticas en el aparato del Estado, o dejar que, impunemente, un mando subalterno de la seguridad aplique la Ley antiterrorista a un concejal, para que posteriormente el juez competente se lave las manos? No nos engañemos. Hemos visto tan sólo una comedia de lo que algunos están dispuestos a llevar a cabo. Y no son unos locos. Mejor será que todos y cada uno sepamos estar a la altura de las circunstancias. La democracia en este país no la van a defender más que aquellos que quieran arriesgar algo por las libertades. Y no sobramos nadie. Incluso quienes, desde un principio, venimos señalando las alarmantes limitaciones que el sistema democrático pactado ponía a las libertades populares, quienes pensamos que la Constitución del consenso no era la mejor defensa para las libertades del pueblo (aunque no hayamos vacilado en defender las libertades que contiene, cuando se nos ha presentado como la única alternativa al golpe del día 23). Es irremisible. Cuando se empieza limitando las libertades populares (de golpe o poco a poco), nunca se sabe dónde se va a acabar. Ahí tenemos el caso de la «muy democrática» República Federal Alemana donde, al amparo de las trampas legales de la Constitución, el Estado consiguió ilegalizar al Partido Comunista. Y sin necesidad de Tejeros, simplemente con unos buenos — y vergonzosos — respaldos políticos. Pero hay que volverlo a decir: el miedo ha calado hondo. Miedo a ser de izquierdas. Miedo — incluso — a parecerlo. A los grupos radicales se nos quiere utilizar como parapeto de golpes que, ingenuamente, se piensa serán tan selectivos y rocambolescos como para no afectar a quienes hoy se declaran como nuevos conversos. Habría que «convertirse» tanto para esquivar las iras de la bestia negra del fascismo, que nos aterra el que haya gente en la izquierda que piense siquiera en ello. No nos asusta el que ahora se nos quiera presentar como víctima propiciatoria (ni nos alarman las complicidades que, en este terreno, puedan existir al denunciar «actitudes provocadoras»), sino en la medida en que apreciamos la cobardía de quienes no se atreven a encarar definitivamente el peligro que tenemos los demócratas en este país, desde el mismo día en que algunos políticos se limitaron a recoger las migajas de quienes seguían comiendo en la misma mesa del franquismo. Es evidente: atacar y debilitar las filas de quienes estuvimos juntos luchando contra el franquismo y por la democracia, es sencillamente debilitar la única resistencia que el pueblo de este país puede ofrecer a la oscura sombra del golpismo. José Ignacio Lacasta Zabalza. Secretario del Movimiento Comunista de Aragón. Andalán, 13 al 19 de marzo de 1981