8 , - • . . - ^ - ' aiukiláii Don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, décimo Conde de Aranda y Castelflorído, y dos veces Grande de España, nació en Siétamo. a escasos kilómetros de Huesca, el 1 de agosto de 1719, y fallecía a los 79 años de edad en su casa solariega de Epila (Zaragoza) en 9 de enero de 1798. Dos pueblos aragoneses distantes entre sí apenas 100 kms. —origen y meta— que van a ser testigos privilegiados de una de las figuras políticas más interesantes de nuestra historia del siglo XVIII, si bien se puede afirmar que en igual medida tergiversada o ignorada. Entre los capítulos de su vida puesta al servicio de Carlos III y Carlos IV, resulta difícil establecer una escala de valores que dé la medida exacta de este aragonés que llegó a ser el Capitán General más joven de Carlos III, y que al margen de sus campañas militares en Italia, alcanzó entre otras metas la de Director General de Artillería e Ingenieros, Embajador y Ministro Plenipotenciario en Lisboa, Varsòvia y París, Virrey y Capitán General de Valencia, Presidente del Consejo y Capitán General de Castilla, y Secretario del Despacho o Primer Ministro de Carlos IV. Dentro de la tan fácil como falsa historiografía de buenos y malos, de vencedores y vencidos, al Conde de Aranda le ha tocado desempeñar siempre e! papel de «malo». Rara vez se le menciona si no es para recordar su carácter enciclopedista y volteriano, su enemiga a los jesuítas, su amistad con los revolucionarios franceses o su pretendida fundación de la masonería española; tópicos que forman un retrato ya estereotipado de Aranda y que por desgracia todavía se repiten hasta la saciedad en nuestros días. Una de las metas del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, está siendo, desde hace ya varios años, la revisión de algunos aspectos del XVIII español, en especial aquellos que debido a su falta de estudio se han mantenido hasta nuestros días envueltos en fáciles tópicos, o conservando su matiz polémico. Uno de éstos os la personalidad de nuestro paisano el Conde de Aranda, sobre ei que ya hemos publicado ocho trabajos monográficos con vistas a una futura biografía que nos dé la medida exacta de Aranda al margen de posturas tan manidas como falsas. El último de estos estudios acaba de salir a la luz pública con el título de EL CONDE DE ARANDA Y SU DEFENSA DE ESPAÑA. REFUTACION DEL «VIAJE DE FIGARO A ESPAÑA». Consta de dos partes bien definidas. En la primera se detallan las pesquisas realizadas desde París en 1785 por Aranda — en su calidad de Embajador de España — hasta conseguir la identificación del autor de un panfleto antlespañol titulado «Viaje de Fígaro a España», del que resultó ser autor un tal a sí mismo llamado Marqués de Langle, uno más entre tantos, que quiso sacar provecho del interés que despertaba España como país turístico en el ambiente viajero y cosmopolita del siglo XVIII. La importancia de este escrito radica no tanto en la descripción que intenta dar sobre España — desde el momento en el que el supuesto viajero entra por Sallent (Huesca) para, después de atravesar los llanos de Biescas y Huesca, dejarse caer en seguida en Zaragoza, y de ahí continuar viaje hasta Madrid y sus alrededores — como en su tono, donde la falsedad y la impostura se dan la mano constantemente. En realidad el Fígaro de Langle no es otra cosa — en palabras del mismo Conde de Aranda — «que un tejido de toda clase de absurdos, de cuadros indecentes, de chistes impíos, de groseras falsedades», o si se prefiere, según ei juicio que de él dio el abogado real, Seguier, ante la Corte del Parlamento de París, es el «producto obsceno del delirio y de la extravagancia, el fruto de la impiedad y de la irreligión». Y aquí es donde radicó precisamente el éxito de la obra. Su autor, un «insolente» — como le llama Merimée— era ante todo un anticlerical. La Virgen del Pilar de Zaragoza, las devociones populares en toda España, los conventos de religiosas, la Inquisición y sus tribunales, entre otros temas, le inspiran reflexiones hostiles, en las que se descubre un espíritu profundamente irreligioso y libertino. Sin embargo, a pesar de la rara unanimidad existente en autores como Merimée, Grimn, Menéndez y Pelayo, Seguier, Conca, Peignot, Foulché-Delbosc o García Mercada!, en la apreciación negativa de la obra del pseudo Fígaro, precisamente lo que más llama la atención es las veces que es citado el Marqués de Langle como argumento definitivo cuando se trata del Conde de Aranda. Llegado a este tema, da la impresión de que todas las armas son utilizables con tal que puedan ayudar a dar una imagen volteriano-enciclopédica del «impío y masón perseguidor de los jesuítas». «El Conde de Aranda — se lee en el Viaje de Fígaro — es el único hombre de quien puede enorgullecerse al presente la monarquía española; es el único español de nuestros días, cuyo nombre escribirá la posteridad en sus fastos. El Conde de Aranda quería que se trabajara en la confección de un código nuevo; es él quien propuso admitir en España a todas las sectas sin excepción. Quería hacer grabar en el frontispicio de todos los templos, en la misma leyenda, en el mismo escudo de armas, los nombres de Calvino, de Lutero, de Confucio. de Mahoma, del Preste Juan, del dios Xaca, del Gran Lama, de Guillermo Penn. Quería publicar desde las fronteras de Navarra, hasta los confines del estrecho de Cádiz, que las palabras: Torquemada, Fernando e Isabel, Inquisición, Auto de Fe, se contaran en adelante entre la lista de las blasfemias. El Conde de Aranda quería también poner en venta las joyas de los santos, el guardarropa y mobiliario de las Vísperas, y convertir los relicarios, las cruces, los candelabros, etc., en puentes, canales, posadas y caminos reales». «Los franceses creían a Aranda capaz de todo», comenta Menéndez y Pelayo, quien es uno de los primeros que trae este testimonio. Pero «si a Aranda o a cualquier español de entonces — añade — se le hubieran ocurrido tales desvarios, no se habría hallado en Zaragoza jaula bastante fuerte para encerrarle». A partir de este momento la formación, difusión y fijación del concepto sobre Aranda, basado precisamente en las «alabanzas» de Langle, va a perdurar hasta nuestros días, permitiéndose incluso nuevas interpolaciones o variaciones, que todavía van a contribuir a dar una visión más «impía y volteriana» del Conde aragonés. Bastaría citar a don Vicente de La Fuente, a Monseñor Fava, a Deschamps, Sierra, Morel-Fatio, Di Pinto, Comín Colomer, etc., quienes seguramente se hubieran llevado una decepción caso de haber leído la refutación que publicó el mismo Conde de Aranda en 1785, es decir, unos meses después de la aparición de la primera edición del Viaje de Fígaro, y que lleva por título Dénonciation au públic du Voyage- d'un soi disant Fígaro en Espagne, par le Veritable Fígaro, que no era otro que el propio embajador de España en París. Allí dice textualmente Aranda contestando a las líneas que le había dedicado Langle: «El autor (Langle) dice que el Conde (de Aranda) es el único hombre de quien la monarquía Española puede enorgullecerse ai presente, y consagra todo este artículo a su elogio. ¡Pero qué elogio. Dios mío! Estoy seguro de que el Conde *** (de Aranda) mira seme¬ jantes alabanzas, como el mayor insulto que jamás haya recibido en su vida. El Autor le pinta según su fantasía y le atribuye proyectos de cuya extravagancia estuvo siempre muy alejado su carácter. Si el Conde*** (de Aranda) ha buscado procurar el bien de su patria, lo ha hecho siempre a través de medios correctos, legítimos y practicables. El escritor, pues, no podía dirigir peor su incienso». La respuesta de Aranda es tan significativa como poco conocida. Hasta ahora tan sólo ha habido interés en repetir hasta la saciedad las palabras del Marqués de Langle como testimonio irrecusable del volterianismo de Aranda, silenciando siempre el juicio que tales alabanzas merecieron al propio Aranda, y que justamente consideró como el mayor Insulto recibido en su vida. A todo lo largo de la primera parte de EL CONDE DE ARANDA Y SU DEFENSA DE ESPAÑA puede apreciarse igualmente el prestigio, influencia y capacidad de Aranda como Embajador, manifestado entre otras cosas por su eficaz presión sobre el Gobierno francés, hasta el punto de lograr no sólo que el abogado real recogiese sus propias palabras en el alegato contra el injurioso libro de Langle, sino que la sentencia consiguiente tuviera el carácter de ejemplar que el embajador español deseaba: la quema del libro por la mano del verdugo en la plaza pública. La justicia francesa, en este caso, daba una satisfacción al Rey de España y a la nación española. Frente a ese Aranda cínico, impío y anticlerical fabricado por Langle — único que se ha tenido en cuenta—, para el abogado del rey Luis XVI y la Corte del Parlamento francés que no pueden ser tachados ni de «revolucionarios» o «volterianos», y ni siquiera de «enciclopedistas», el embajador del Rey de España era «demasiado modesto y demasiado ilustrado para tener el amor propio de creerse el único que la posteridad podía inscribir en sus fastos»; y «aquellos sistemas de tolerancia e irreligión», «aquella manera impía y sacrilega de pensar» que le atribuía Langle «estaban totalmente alejados de su carácter, de su espíritu y corazón». Pues Aranda era un «político profundo» que gracias a su «espíritu prudente, vigilante y activo», e incluso «religioso», se había sabido ganar la estima de esas cortes extranjeras que ciertamente tenían todavía muy poco de «revolucionarias». En la segunda parte inserto tanto el «Viaje de Fígaro», como la refutación de Aranda al libro de Langle, donde se advierte el estilo literario del Conde, irónico y zumbón, no muy afortunado, si bien es cierto que se trasluce con frecuencia el freno impuesto para sosegar su genio, nada melifluo, por su condición de diplomático, a pesar del anónimo. Las aclaraciones y puntual izaciones del conde aragonés acerca de los peregrinos comentarios de Fígaro sobre la monarquía, instituciones y costumbres de los españoles sobrepasan, a veces, los límites de la sorpresa en contraste con la figura estereotipada de Aranda. Una de las facetas —ciertamente no exenta de interés hoy día — en la Dénonciation del Verdadero Fígaro, prescindiendo de su valor o no literario, es la forma con que son tratados por el «impío» Aranda algunos temas más o menos comprometedores, como podían ser* por ejemplo, el de las religiosas, las devociones populares, la Virgen, y en especial el de la Inquisición, esa Inquisición en cuya defensa sale, a pesar de la lucha que había mantenido por recortar sus prerrogativas durante la presidencia del Consejo de Castilla. La primera vez que sale en favor de la Inquisición atacada por el falso Fígaro, es precisamente en el artículo consagrado a Zaragoza, uno de los que trata Aranda con más cariño y extensión. Prescindo de si fue acertada o no la actuación de Aranda, o de si su intervención sólo sirvió para aumentar el éxito de! libro que pretendía combatir, como ha dicho García Mercadal, tanto más que ya entonces —como ahora—, en palabras del propio Aranda, «cuando la verdad no es agradable ni picante, es demasiado vulgar para muchos lectores», sobre todo tratándose de cosas «de las que uno no gusta ser desengañado». De todas formas sí es cierto, que el asunto de Langle permite ver por una parte una serie de facetas interesantes de la actividad diplomática de Aranda, así como de su amor a la justicia y a la verdad; y por otra ayuda a descubrir la poca consistencia y falsedad de otro mito — el de la pretendida amistad de Langle con Aranda, o si se prefiere de Aranda con Langle — uno de tantos con los que la historiografía del siglo pasado rodeó ¡a figura del aragonés don Pedro Pablo Abarca de Bolea, décimo Conde de Aranda y Ministro Plenipotenciario del Rey de España ante la Corte de Versailles. — José Antonio FERRER BENIMELI cu cu > 3 O -*» Q O* 3 C 3 C < O cr O O a CQ o 3 vi