¡iiHlakín El regionalismo, sus historiadores y una propuesta aragonesa por J. C. MAiNER 1. LOS HISTORIADORES VUELVEN SOBRE EL REGIONALISMO Al comienzo de su importante libro sobre El valencianisme politic (1), el profesor y ensayista Alfons Cucó ha podido hacerse eco de una propuesta de Pierre Vilar que, como tantas otras en el terreno de nuestra historiografía sigue yerma de trabaios: se refieren Cucó y Vilar al estudio en profundidad de los movimientos nacionalistas — los regionalismos, para entendemos en una jerga más usual — que constituyen una de las más llamativas peculiaridades de la moderna historia de España. Es sabido que su aparición se remonta a fechas lejanas en el siglo XIX (piénsese en la eficaz combinación de una burguesía ascendente, una sensibilidad romántica para el pasado y un Poder central lleno de debilidades), aunque las mismas prédicas de los regionalistas argumenten con denuedo la especialísima constitución de la nacionalidad española en fechas muy anteriores. De hecho, sin embargo, el período sobre el que el libro de Cucó -r-y, con él, el autor de estas líneas — reclama la atención está mucho más próximo: se inscribe entre las voluntades «regeneracionistas» que auspician el desastre de 1898 y la fiebre renovadora de los años treinta, bajo la república, cuando se aprobaron en forma plebiscitaria y por aplastantes mayorías los Estatutos de Autonomía para Cataluña (referéndum regional el 2 de agosto de 1931; aprobación en Cortes en septiembre de 1932), País Vasco (reconocido el 1 de octubre de 1936), y Galicia (refrendado el 15 de julio de 1936 pero aprobado en Cortes en 1938), a los que debiéramos añadir las adelantadas gestiones de un Estatuto valenciano, cortadas por el estallido de la contienda civil de 1936. No me parece improcedente remover todo este agua pasada, máxime cuando todos los gobiernos de Europa — incluido, hasta cierto punto, el español — es tudian el tema de la regionalización. Ni cabe pensar tampoco que todo replanteamiento del tema sea el pretexto de nostalgias inviables por otros caminos. Jamás se llega a una meta histórica que permita dar por caducados los esfuerzos, los errores y los entusiasmos que han jalonado el camino y que siempre han sido «respuestas» sociales al reto de seguir viviendo conforme a unos intereses y en un mismo territorio. El historiador sabe de esa permanente efímeridad del presente — entre el pasado y el futuro — y, por ello, recobrar lúcidamente el pretérito — siempre imperfecto — es la misión de quien escribe y piensa espoleado por unas instancias de porvenir que se vuelcan críticamente sobre sus huellas del pasado. El ver¬ dadero historiador elige e interpreta sus temas condicionado por su propia autobiografía espiritual y por la propia historia: de es* modo, la historiografía se inserta, a su vez, en la Historia con mayúscula. No está de más recordar esto en un país donde los profesionales tienden a una pulcra asepsia y donde la colectividad vegeta en una singular amnesia del pasado inmediato. 2. ¿HISTORIA? ¿AUTOBIOGRAFIA? ¿POLITICA? Pero volvamos al tema que nos ocupa — los nacionalismos regionales — que, no por casualidad, han venido a convertirse en la más clara ilustración de cómo la historia se trueca en ideología y cómo esta responde a una necesidad de «respuesta» que ha asumido el historiador. Cabría referirse, por ejemplo, al impacto que causara en la opinión catalana el enjundioso libro de Jordi Solé-Tura, Catalanisme i revolució burguesa (dos ediciones en el último semestre de 1967) (2), cuya aparición no ocultaba su complicidad con otro volumen de Antoni Jutglar, Els burgesos catalans (1966) (3), y cuyo espíritu aún habría de coincidir, hace escasos meses, con el sesudo estudio de Isidre Molas, Lliga Catalana (2 vols., 1972) (4). ¿Cuál era la razón, se preguntará el lector, que constituía a estos dos libros en objetos de polémica para el presente y en diagnóstico del estado de un tema lanzado de ese modo al futuro? ¿Se trata, simplemente, de una casualidad fortuita el hecho de que tres profesores catalanes de treinta años hayan abordado desde diferentes puntos de vista (el pensamiento de Prat de la Riba, la historia interna de una clase, la sociología electoral de un partido político controlado por la burguesía industrial) los propósitos y resultados de la revolución burguesa en Cataluña, máximo timbre de gloria regional en el contexto de un país que aún no ha vivido colectivamente su 1789? (5). En esa ruptura crítica con las sombras tutelares estaba precisamente la originalidad y la candente historicidad del intento: tres jóvenes investigadores abdican de la nostalgia de la gran burguesía mercantil, protecionista, creadora, melòmana y aficionada al mecenazgo. De la «saga» recuperadora de la Mariona Rebüll de Ignacio Agustí hemos pasado al sarcasmo feroz de Ultimas tardes con Teresa (6). En el fondo — y a esto vienen los datos literarios que acabo de aducir — la experiencia de rechazo se había producido en las conciencias antes de pasar al libro. Si el pasado glorioso era rechazable, tampoco satisfacía la utopía regionalista pequeño-burguesa empezada al calor de 1914 (aunque tuviera precedencias ilustres en el federalismo regionalista: Pi i Margall o el propio Almirall) y triunfante del brazo de la Esquerra en la Generalitat de 1931-1939. De repente, se comprobaba la necesidad de revisar el camino andado: entre el anacronismo de la añoranza burguesa y sus instituciones sobrevivientes, entre la desorientación de las clases medias defraudadas (excursionismo, alirones del Barça y discos de Pau Casals en casa) y con el fondo de, un problema social irresoluble desde el exclusivo punto de vista regional, no era difícil establecer prioridades, analizar alienaciones y deducir, pesare a quien pesare, un programa de futuro. Y en esa tesitura se podían pronosticar idénticas respuestas para los mismos problemas. El libro de Cucó al que aludía en las líneas iniciales no es sino la aplicación de un método a la punzante ironía y al amargo descontento - de Nosaltres, els valencians {1962) (7), de Joan Fuster, ya en el marco de una preocupación valencianista que crece por momentos. En ello están estudiosos y escritores mallorquines (Baltasar Porcel, Josep Melià, etc.), o el equipo canario de la revista Sansofé. A esto mismo han arrimado ascuas de entendimiento los andaluces (pensemos en la tarea de Antonio Burgos (8)) y gallegos con nombres como los de Alberto Míguez o Xesús Alonso Montero (9)), aunque en estos dos últimos casos el problema sea exactamente el inverso de los casos anteriores: no se trata de desmitificar un regionalismo burgués, sino de recuperar una entidad popular que han marginado las oligarquías lugareñas y aún las clases medias. 3. REGIONALISMO RESTAURACION Y REGENERACIONISMO Históricamente — y creo que el problema ya viene apuntado líneas más arriba — la trayectoria de los regionalismos españoles se revela singularmente homogénea a la luz de estas recentísimas aportaciones: los entusiasmos particularistas na¬ cen de la debilidad constitutiva del Estado español de la Restauración borbónica y como expresión de intereses de fuertes burguesías, enfrentadas económicamente con esa mescolanza oligárquica que forma la apoyatura de la monarquía alfonsina (Pabón recordaba en su estudio sobre Cambó que las fuerzas confluyentes en el regionalismo catalán habían sido la impronta foral del carlismo, la ideología federalista y el proteccionismo industrial). Con el tiempo, el regionalismo segregaría una corriente pequeñoburguesa radicalizada que, si bien en Cataluña sucede en el poder a la corriente burguesa, en el País Vasco será neutralizada (fracaso de Acción Nacionalista frente al omnipotente Partido Nacionalista Vasco) y en Galicia reemplazará siempre a un inédito galleguismo conservador. En cualquier caso, un término como «regeneracionismo» —tan imbricado en la historia española de 1898-1910— resulta ininteligible sin unirlo al despegue de una burguesía regional que capitaliza, industrializa, ensancha sus ciudades, abomina de la corrupción administra tiva madrileña y se siente here dera de un pasado que mezcla el terruño natal con las glorias del pasado regional (¿a quién se le ocurrió elevar en el centro de la ciudad de Zaragoza un monumento al Justicia o rotular una avenida valenciana con el nombre de Gran Vía de las Gemianías?). Así, cuando Joaquín Costa reúne en Zaragoza y Valladolid a su Liga Nacional de Producto res (mescolanza de pequeños industriales y empresarios agra rios), un periodista valenciano, Luis Moróte, ve encamada en la Asamblea unos nuevos Estados Generales que, como en la Francia de la Revolución de 1789, llaman imperiosamente a las puertas de un renovado «An cien Régime»; mientras por su lado, Ramiro de Maeztu exigía en Hacia otra España la creación deí Estado capitalista, industrial y eficaz que aquellas burguesías descontentas reclamaban de la Monarquía. Aquélla era la burguesía regional y moderna —barcelonesa, bilbai na, zaragozana, santanderina u ovetense — que iba a dejar co mo recuerdo de un efímero entusiasmo un mundo que urge sacar a la crítica: la poesía dia lectal, las zarzuelas o la pintura de costumbres, una prensa fas cíñante, un peregrino estilo arquitectónico, una promoción de eruditos locales y algún ferrocarril de vía estrecha, hoy desaparecido. Allí alcanzaba su cénit una respuesta a la decadencia del país que, aunque llegada con retraso y con destino áe flor de un día, ocupa un puesto por derecho propio entre las «Españas posibles». Ahora bien, lo que históricamente nacería muerto, aquí y ahora, sería una nueva revolución burguesa y ese es un peligro a prevenir cuando tales músicas suenan por debajo de muchas altas reuniones de empresarios europeístas o en los artículos de fondo de alguna revista económica. ¿Será cierto, como afirmaba «Pozuelo» en las páginas de la revista Triunfo (10), que se va a repetir una parodia de la Restauración y que los grupos aprestan sus disfraces de Cánovas, Sagasta o Martínez Campos? Y, continuando con lo nuestro, a la hora del disfraz, ¿habrá pensado alguien en Costa, en Melquíades Alvarez, en Santiago Alba o en Francesc Cambó? Y UNA PROPUESTA ARAGONESA Cosas singulares sejian de ver en los años sucesivos y no está de más que, en nombre de esto, los historiadores refresquen la memoria colectiva, tasto más cuando todo regionalismo es fuerza política esencialmente equívoca: puede reemplazar a la revolución burguesa donde no la ha habido, pero también puede ser peón de brega de un taimado reaccionarismo; puede vincularse a una etapa populista y unificadora en la lucha política por la justicia y puede ser un mecanismo de autodefensa de unos sectores privilegiados de la población. Por todo ello conviene que todo regionalismo cumpla su ciclo completo, tal como lo indicaba más arriba: desde su etapa burguesa hasta su etapa radical-popular. Es evidente que la reunión de ambas forma una fuerza nada desdeñable para un futuro. Pero también es cierto que la mayor parte de los regionalismos españoles están varados en la zona glacial de los impulsos perdidos. Creo que es este el caso aragonés, hogaño reducido a unas insuficientes ritualizaciones de las «grandes familias» y a una difusa y parcial mitología popular, desdichadamente más cercana a la caricatura zarzuelera que a la sensibilidad por lo propio. Y, sin embargo, el proceso inicial existió, ya fuera a través de un desconocido federalismo zaragozano finisecular como en la ideología de los burgueses que hicieron la Zaragoza de 1880-1908. Testigo de ello es el cuadro excepcionalmente sabroso —que conserva, según creo, la Diputación Provincial de Zaragoza — y que recoge en el último año citado — Centenario de los Sitios y año de la Exposición — al estado mayor de aquel Aragón: Basilio Paraíso, Joaquín Costa, Florencio "Jardiel, José María Matheu... Es de esperar que algún día un joven universitario del país se una a la lista que citaba más arriba y explique por menudo algunas de estas cosas: el grupo político aragonés, el nacimiento de la Zaragoza industrial, la rentabilidad de nuevos cultivos — viñedos, algodón, remolacha — en la coyuntura finisecular, el intento de crear una expresión artística aragonesa en los edificios de Magdalena, las novelas de Matheu y Blas y Ubide, el significado de un periódico tan importante como Heraldo de Aragón, etc. El tema es fascinante — pensemos que a un nivel general la historia de las regiones, de las ciudades y de las clases sociales españolas está por hacer — y rendirá a su autor el ciento por uno. NOTA: Las diez notas explicativas no caben aquí; léalas, por favor, en pág. siguiente.